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crónica de lisperguer

Mi Sopería Ideal


crónica de lisperguer
[Viña del Mar, Chile] La sopería, ese restaurante, cocinería o local donde se sirve solamente sopa, no es un personaje frecuente en la historia de los establecimientos gastronómicos. Al menos, no me he encontrado con ningún libro ni artículo sobre el tema, aunque sí he tenido en mis manos varios tomos sobre la historia de las cocinerías públicas o tabernas en Europa.

En una poco fructífera búsqueda en la red, he encontrado una miserable cita sobre la aparente abundancia de soperías en Tokio -una cita que ha sido copiada y aplicada luego íntegramente a otros contextos y donde los plagiadores han cambiado Tokio por Estados Unidos e incluso Santiago de Chile y otras ciudades.

Yo conocí las soperías en Amsterdam, donde empezaron a surgir a fines de los años noventa y comienzo del siglo 21. Alcancé a visitar cuatro, pero llegué a contar unas diez. Eran de carácter y aspecto muy diversos. Una de ellas era de orientación orientalista, y ofrecía exclusivamente sopas de legumbres -como de lentejas de diversos tipos y garbanzos. En otras llegué a probar hasta sopa japonesa de algas. En casi todos los locales las sopas venían acompañadas de un panecillo, y en algunos locales servían también ensaladas y jugos naturales (digamos de paso que posteriormente surgirían también los locales donde se venderían exclusivamente ensaladas, de verduras y frutas).

Al parecer, en la historia occidental lo que más se acerca al concepto de sopería son las cocinas de pobres, las cocinerías que abrían las parroquias en tiempos de hambruna y penurias, y las ollas populares de tiempos convulsionados, durante revoluciones y alzamientos. Las sopas son asociadas en muchas regiones con la pobreza y traen recuerdos de miseria. Como las miserables sopas de los campos de concentración.

Así que para hacer una historia de las soperías deberíamos empezar por esas instituciones. En otro lugar en la red leí sobre un rey griego que acostumbraba servir sopa en la plaza mayor, dice el texto, para granjearse la simpatía de sus súbditos. Era probablemente un rey piadoso. Aquí probablemente vuelve a enfatizarse la relación entre sopa y pueblo pobre.

La idea de una sopería me parece simplemente fabulosa y he soñado muchas veces con abrir una. En realidad, me sorprende que en mi ciudad, que está en la costa chilena, no haya ni siquiera una. (Aunque sí he encontrado al menos un restaurante, en el centro de Viña del Mar, donde ofrecen tres sopas de mariscos -caldillo de cholga, paila marina (que es una sopa marina con picorocos) y caldillo de congrio-, lo que es todo un récord.

En mi sopería se serviría solamente sopas de pescado y mariscos. En mi sopería tendríamos, por ejemplo, sopa de pescados y mariscos en diversas modalidades: con chorizo (frito, colocado a último minuto en la sopa), con jamón, con repollo, con queso, con tocino, y sopas y o cremas de almejas, de ostras, de camarones, de langostas, caldillo de congrio, de cholgas, de locos, de caracolas, de mejillones. Yo me contentaría con diez sopas. Y serían todas sopas-comidas, vale decir, abundantes y equilibradas en cuanto a sus ingredientes, y acompañadas naturalmente de pan y mantequilla, y un generoso vaso de vino.

Aunque, pensándolo mejor, también ofrecería algunas sopas ligeras, como las sopas frías de verano, de aguacate con camarones, por ejemplo, o una crema fría de mejillones. (Digamos de paso que la idea de que la gente no toma sopa en verano es una creencia infundada. En las encuestas sobre el asunto se ha constatado que la gente consume sopas en todas las estaciones del año, sin variaciones significativas).

Mi pan sería obviamente hecho especialmente para mis sopas, grueso y rústico, campesino, capaz de soportar una gruesa capa de mantequilla. Y el vino debería ser de la mejor calidad accesible y disponible, blanco o tinto.

He echado un vistazo a mi blog de sopas y la cantidad y tipos de sopas y sopones y soperías que hay ahí es realmente impresionante. Empezaría pues con recetas recopiladas en ese lugar.
 
Algún día de la semana prepararía sopas de película, o sopas literarias (como el caldillo de Neruda). Para divertirnos con estilo.

En fin, que soñar no cuesta nada. Pero auguro a quien acepte el reto, un éxito rotundo. No hay soperías por aquí y sería la mera merísima primera. Toda una novedad para hacer cultura, crear curiosidad y abrir el apetito.

Según Su Voluntad


[Claudio Lisperguer] Menú de garbanzos con bacalao y espinacas. Precio según su voluntad.
[Amsterdam, Holanda] Rodeado de andamios, tablones de madera y escombros, no era directamente acogedor. Pero en el último piso -de tres- del edificio, que pronto sería demolido, funcionaba uno de los centros sociales españoles de la ciudad. Lo llevaba una pareja de latinos, con la ayuda de algunos amigos y sus respectivos exes.
La mayoría de los clientes, sin embargo, eran latinos -colombianos, dominicanos, chilenos- y árabes, especialmente marroquíes.
El centro constaba de tres salones, dos de ellos habilitados. El principal, alto y espacioso, con una barra y cocina, tenía capacidad para ciento veinte personas.
Pese a que había algunas mesas a los lados, la mayor parte de los clientes debían sentarse a una de las tres largas mesas, todas ellas cubiertas con manteles de papel blanco.
La cubertería era simple, aunque clásica, y se disponía en vasos (no en la mesa directamente). Aunque eran todos materiales muy baratos, las mesas bien puestas y ordenadas causaban una pulcra y hasta elegante impresión.
No había un menú fijo en papel: lo escribían en la pizarra a la entrada. Era muy barato. Recuerdo algunos platos: gambones a plancha, calamares fritos, sopa de pescado, arroz a la marinera... El menú incluía siempre un vaso de vino de la casa y pan. La cuenta se sacaba directamente en el mantel.
Abría los fines de semana solamente. Y solía llenarse.
Para la primera Semana Santa, la cantina decidió ofrecer un menú adaptado a la ocasión: garbanzos con bacalao y espinacas. No tenía precio, proponiendo a los clientes que pagasen a su voluntad.
Así, los encargados colgaron como de costumbre carteles en otros locales y sitios de reunión de hispano-hablantes en la ciudad: Menú de Semana Santa, Según Su Voluntad.
El local empezó a llenarse temprano. Un cliente colombiano se acercó a pagar después de consumir su plato de garbanzos. Le dijeron que no había precio, que debía pagar Según Su Voluntad. Tan gratamente impresionado se quedó, que pagó una pequeña fortuna, suficiente para cubrir el consumo de todos los comensales. Y el salón principal estaba a tope.
Fue la multiplicación de los garbanzos.

Empanadas para Toda Ocasión


[Claudio Lisperguer] Exuberancia empanadera en el litoral.

[Viña del Mar, Chile] En una de las esquinas de la calle Quillota, en Viña del Mar, encontramos este letrero colgado en el ventanal de un restaurante. El letrero enumera las empanadas que ofrece la casa: nada menos que veinte, ordenadas en dos grupos, fritas y de horno. Los nombres de las empanadas incluyen sus principales ingredientes. Y son: de carne con tocino y cebolla, de carne con queso y champiñones, de mariscos, de camarón con queso, de queso solo, de queso con champiñones, de queso con aceitunas, de queso con tomate y orégano, de carne de res, de queso y jamón, de pollo con queso y pimentón, de pollo con queso y choclo, de carne a la pimienta, de champiñones y espinacas, de carne con queso y pimentón, de pollo con queso y aceitunas, de pino, de ostiones con queso, de queso con jamón y tocino...
He contado y vuelto a contar varias veces los tipos de empanadas y todos los resultados son diferentes, lo que creo que atenta contra la lógica. Conté veinte, después veinticuatro, después dieciocho, y últimamente apenas trece.
No conozco ninguna empanaduría en la ciudad, lo que ahora se me hace muy extraño. Los chilenos se vuelven locos con las empanadas. La empanada de pino del domingo es un plato fijo, que parece que se recoge de vuelta de misa. Ningún almuerzo familiar está completo sin una empanada de horno.
En otros lugares he visto anunciadas otras empanadas: de camarones, de ostiones, de machas, de pescado, con chorizo, con espárragos. Aunque con la lista de arriba de veras entran ganas. ¿Cómo será la de queso con tomate y orégano? ¿Lleva, claro, el queso fundido? ¿La de champiñones con espinacas?
¿No sería interesante que hubiese locales que vendiesen solamente empanadas, para que pudiéramos ir a probar varias diferentes de vez en vez?
Luego están las empanadas dulces, que aquí se hacen llamar de otro modo. Las hay de manzanas, de peras, de higos, con miel. Tengo la palabra en la punta de la lengua, pero no.

[14 abril de 2007]

Un Restaurante Sin Menú


[Claudio Lisperguer] Un restaurante sin nombre, sin carta de menú, sin lista de precios.
[París, Francia] Hace muchos años -probablemente en la época de la revolución cultural china-, llegamos una noche con amigos a París y, sin conocer la ciudad ninguno de nosotros, no sabíamos ni dónde comer ni dónde dormir. Excepto Alain, el miembro argentino-francés de la pandilla, que conocía la ciudad como la palma de su mano. Nos condujo a un recóndito barrio parisino -si mal no recuerdo, el décimo tercero, o el noveno- donde, tras cruzar unos tenebrosos y oscuros callejones, llegamos a un pequeño local empapelado con retratos de Mao Tse-Tung y otros héroes chinos, en gran parte desconocidos para mí.
Pero no era un restaurante. Aunque había mesas, no eran estas para comer, pues en torno a ellas varios chinos leían diarios de su patria. Era una especie de centro cultural u oficina de los comunistas chinos de París. Y luego de que nuestro Alain hablara con el que parecía ser el responsable -mono azul desteñido, gorra china igualmente desvaída, como todos los otros parroquianos, por lo demás-, nos hizo entrar, para gran sorpresa nuestra, por una puerta perfectamente camuflada por un gigantesco retrato del entonces joven Gran Timonel.
Detrás de esa puerta había un patio, con algunas mesas y sillas miserables. Y un cuarto pequeño que hacía las veces de cocina. Un chino gordo y monolingüe nos preguntó con gestos y en chino -no hablaba, pues, francés ni nadie nos acompañó allí dentro-, qué grande era el hambre que traíamos. En esa cocinería china no había carta de menú y el cocinero servía lo que tenía a mano. Tras mirarnos y sopesarnos uno a uno detenidamente, se metió en su cocina, para no emerger sino media hora más tarde con una impresionante cantidad de platos que fue colocando él mismo sobre la mesa, explicándolos en un incomprensible y testarudo dialecto.
No recuerdo qué comimos. Me vienen a ratos a la memoria imágenes de setas negras y gambones, huevos y fideos de arroz, crujientes trozos de rojo cerdo. Imagino que tampoco los platos tenían nombre. Guardo un grato recuerdo. La noche era negra y oíamos desde el patio los ruidos de discusiones en chino -aunque no sé si discutían, tal me parece que los chinos se comunican por medio de discusiones y eternos debates.
Claro, el cocinero chino y el encargado del partido tampoco sabían cómo cobrarnos y no sabíamos nosotros cómo pagar. Alain hizo finalmente una cuenta y ofreció ese dinero por la cena, suma que fue amable y alegremente aceptada.
Desde que existía, había funcionado siempre así: sin nombre, sin menú, sin horario, sin precios, clandestino, con entrada por un trompe-l'oeil del Camarada Presidente.

12 de abril de 2007