Nueva Gastronomía Chilena
[Juan Sharpe] La cocina era el pariente pobre de un país emergente, pero ahora parece arte de vanguardia.
[Santiago, Chile] La moda se instaló en buenos y caros restaurantes creados por chefs, nuevos dioses, que reinventaron el merquén, el topinanbur y la quinoa en platos sorprendentes. Algunos deconstruyen el mote con huesillos y el pastel de choclo. La mesa está servida.
Alan Kallens puso sobre la mesa el mote con huesillos en el clásico vaso llorado. Le explicó a Ferrán Adriá, su ilustre invitado, que se trataba de uno de los postres chilenos más populares, de venta en carros callejeros. Apenas el maestro catalán lo hubo probado, Kallens se lo cambió por una copa de cristal con su versión ‘molecular' del mote con huesillo. Era una elegante copa de martini coronada con espuma amarilla que bañaba un sirope o algo similar.
Adriá, considerado el chef que revolucionó la cocina con su teoría molecular y santificado por la prensa mundial como el dios de los fogones, reconoció de inmediato el truco que Kallens le había preparado. Se quedó con el segundo.
Kallens, chef del hotel NH de la calle Condell, había participado en un stage de Adriá en México el año anterior y las ideas de la cocina molecular bullían en su cabeza. En esa misma carta, ofrecía pastel de choclo y caldillo de congrio deconstruidos, a la manera molecular. Él asegura que se trata de un viaje por los sentidos. A partir de un plato conocido y que el comensal tiene grabado en su memoria lo deconstruye molécula por molécula, hasta mutar su esencia en otras formas, colores y texturas: "La gracia es que no lo reconozcas y que te haga viajar", explica.
Es una muestra de la tendencia sofisticada y elegante que tiene adeptos entre los nuevos chefs chilenos y que hace furor en la vanguardia. Pero no es la única, porque la suerte de renacimiento que vive la gastronomía chilena tiene protagonistas de todas las tendencias, incluidos los renovadores de la clásica y vilipendiada cocina tradicional como Guillermo Rodríguez, chef del restaurante Bristol en el Hotel San Francisco. Y también los llamados mediáticos, esos tipos que se han convertido en gurú de los matinales televisivos y protagonistas de la farándula gastronómica, aunque los críticos duden de su verdadero talento en la cocina. "Son polillas que se queman en la tele y no son capaces de mantener un restaurante abierto", dice uno de sus colegas.
Es una parte de la modernidad chilensis donde se mezclan la vieja gastronomía, el diseño, el negocio, el lujo y la pretensión de entrar en el mundo del arte con la nueva cultura del buen comer, que a veces sólo es copia descarada de los maestros de Barcelona, Nueva York o Londres,
En Santiago, los restaurantes están llenos como nunca antes y hay una masa creciente de comensales siguiendo las novedades, ávida de formar parte de la nueva cultura. Asistir a los nuevos comederos forma parte del rito urbano posmoderno.
Moléculas y Tradición
La cocina molecular, que es la moda post cocina fusión, también tiene detractores acérrimos que la llaman ‘destrucción', así como antes llamaban ‘confusión' a la moda de la cocina fusión. La consideran pretenciosa y perfecta para cocineros chiflados, sin verdadero oficio, creadores de mezclas absurdas, tipos excéntricos capaces de mezclar merquén con arándanos y caviar de frambuesas pero incapaces de hacer una empanada de pino.
Pero la movida gastronómica está llena de aventuras propuestas por cocineros creativos buscando su identidad y también por un renacimiento de la cocina chilena, con algunos ejemplos notables, que han redimensionando su mala fama. El maestro es Guillermo Rodríguez, que está satisfecho de "que haya bulla alrededor de los cocineros", pero no quiere que su trabajo de valoración de la cocina chilena entre en ésa ni en ninguna otra moda: "Nosotros trabajamos para llegar al bicentenario con una buena identidad gastronómica chilena", dice mientras prepara su viaje al palacio de Cerro Castillo para servir el almuerzo ante los ministros que preparan la Cumbre de las Américas de noviembre. Y a quienes presentará salmón ahumado sobre pebre de quinoa y cebiche de salmón; pulpa de cordero asada con charquicán y el omnipresente mote con huesillos (en sus manos un delicado brebaje servido a la manera tradicional).
Hijos del Merquén
Hace unos años ocurrió la invasión del merquén, que estaba en todos los platos como si fuera un talismán que dotaba cualquier pócima de modernidad. Ahora la varita mágica la trae la quinoa, el cereal favorito de los incas que recupera su prestigio en las manos de los experimentadores que la llevan a platos sofisticados en múltiples formas. Tres ejemplos: Kallens ofrece risotto de quinoa, Rodríguez pebre de quinoa, y en el Adra, el lujoso restaurante del Hotel Ritz, Tomás Olivera va más lejos y presenta en su nueva carta un risotto triple con quinoa, amaranto -un grano pariente de la quinoa- y mote. Otra vez mote.
"Los chefs hemos tenido exposición mediática pero la profesión requiere talento, experiencia, es de largo aliento. El cocinero que queremos para Chile es uno que investigue y que no sólo esté embelesado por esos movimientos mundiales", reflexiona Rodríguez en un tono que recuerda al ex presidente Ricardo Lagos. Por su encargo preparó la cena de gala de la cumbre de la APEC en 2004 en la Estación Mapocho, aquella histórica noche de los forcejeos con la guardia de Bush. "Tenemos que hacer comida exquisita, bonita y sana, sin llenar de frituras y respetar los sabores". Es su interpretación de la ‘nueva chilenidad'.
Agáchense, que Llegó Palomo
En Bilbao con avenida Italia está el Sukalde, una de las paradas obligatorias de la peregrinación a los nuevos príncipes gastronómicos. Y uno de los símbolos de la movida. Es la casa de Matías Palomo (29 años), que en dos años ha conseguido generar devoción sobre su sencillo comedero donde se mezclan la cocina molecular con experimentaciones insospechadas, como sus celebrados camarones con guacamole a la menta con vinagreta de sandía y aire de limón.
En camiseta, zapatillas y jeans gastados, Palomo, que nació en México por historias de exilio y estudió también en Inacap, cuenta como se encontró un día aprendiendo con Juan María Arzak, el más prestigioso renovador de la cocina vasca, en San Sebastián. Después saltó a Manhattan, a los fogones de Daniel Boulou, uno de los grandes de la Gran Manzana, y allí conoció a Ferrán Adriá, el profeta al que conducen muchos caminos de la cocina contemporánea y su siguiente estación de aprendizaje. Palomo se curtió en el Bulli, santificado como el mejor restaurante del mundo, antes de emprender su aventura santiaguina yendo por libre con una platita que pidió prestada su madre.
En dos años ha dado razón al crítico César Fredes, que lo recibió recién inaugurado con una premonición a los "insensatos y fomes" que reinaban: agáchense que viene Matías Palomo. "¿Comida chilena? Hay poca cosa: el charquicán, el tomaticán, el milcao y tres o cuatro cosas más son chilenas, nada más. Sí tenemos muy buenos productos y si investigas un poco puedes crear platos interesantes, que sorprendan". Palomo también trabaja con el topinambur, un tubérculo chilote cuyo sabor evoca el de la alcachofa, que se usaba como forraje para cerdos y que puso en escena Giancarlo Mazarelli, ahora dirigiendo Puerto Fuy y Ox, dos de los restaurantes sensación en Nueva Costanera, y según muchos el mejor chef de Santiago.
Palomo conoció el topinambur en Nueva York y lo vio con frecuencia en Europa, "y resulta que es originario de Chiloé, y nadie lo sabía porque aquí no hay investigación, así que los cocineros tenemos que mostrar estos productos y enseñar a comerlos porque son espectaculares y además son nuestros".
Si la cocina de Palomo es sofisticada y hay que reservar con varios días de anticipación para conseguir una de sus deseadas mesas, él es un tipo sencillo que invita a experimentar: "Si te vas a Viña y te paras en la carretera a recoger unas ramas de hinojo y las pones dobladas dentro de un pescado en el horno, descubres que se puede crear con buenos productos. Aunque muchos productos se van fuera del país, sigue siendo mucho mejor una manzana de tercera comprada en la Vega que una de lujo exportada a Nueva York que madura en el barco y no sabe a nada".
"Con los maravillosos productos que hay en Chile, se está levantando una nueva cultura", dice uno de los chefs, abundando en la misma idea. Guillermo Rodríguez dedica sus esfuerzos divulgadores al Comité Agro-Gastronómico, lanzado en La Moneda por la presidenta Bachelet hace un año para "vincular a los productores agrícolas y chefs buscando una identidad coherente para la gastronomía nacional". Pero en la movida gastronómica urbana no hay grandes seguidores de Rodríguez, excepto Jorge Caro (52 años) que ejerce de guardián de la tradición chilena en el restaurante Vichuquén del Hotel Galerías, en San Antonio 65. Caro, que con humor campechano llama "destructores" a los profetas moleculares, ha conseguido que los gerentes de su cadena apuesten por la tradición porque la caja suena abundante y el Vichuquén es imprescindible para gustar su comida tradicional.
Arte y Confusión
Difuminados los límites de las identidades nacionales en la globalización, sea rigurosamente chilena o no, la gastronomía vive un momento dulce reuniendo valores de la posmodernidad. Estamos en "una sociedad con mucha plata circulando, de muchos solteros treintañeros con sueldos millonarios que descubren que en Santiago pueden empezar a sentirse como en Buenos Aires o Nueva York", dice el gerente de una cadena que tiene uno de los restaurantes reputados, que recuerda la época de los pescados pasados a fritanga y bañados en bechamel como en la prehistoria del asunto. En esta olla que se cuece a todas velocidades hay críticos que advierten que no es oro todo lo que reluce: "El estado actual es de gran confusión. Cualquiera es chef , cualquiera es crítico. La confusión y desconocimiento se expresa en la cantidad de gente que hace risotto de haba, quinoa o choclo y no de arroz, que es la única manera de hacer risotto. O hacen cebiche de palta o mango y no de pescado", argumenta el periodista gastronómico César Fredes.
Pero el público llena restaurantes caros, innovadores y modernos como los de la nueva milla de oro en Nueva Costanera: Puerto Fuy, Ox y Tierra Noble, la apuesta de Pamela Somerville (29), hija de Hernán, el banquero, que asociada con el chef Juan Pablo Valdivia (26), un ex compañero de la escuela Culinary de La Dehesa. Pamela tiene un fogón lujoso con la pretensión "de crear una marca que siga creciendo. No nos interesa la cocina de autor", dice Valdivia, "sino una marca que proyectamos llevar a Buenos Aires, Sao Paulo, Miami, Londres, Nueva York y París. Éste es muy buen negocio y tenemos un equipo profesional muy experto", explica en la barra del Tierra Noble, que lleva menos de tres meses abierto.
Su vecino Mazarelli, que sí es venerado por autor, "un crack", según uno de sus colegas, también trabaja sobre la comida tradicional pero "con toques modernos aunque no hago cocina molecular ni deconstrucciones, para mí lo primero es el sabor, después vienen las texturas y los efectos". Sus mesas están tan solicitadas que es necesario reservar con una semana porque la afición está embelesada con los nuevos chefs, una nueva realeza de la modernidad santiaguina.
Alan Kallens puso sobre la mesa el mote con huesillos en el clásico vaso llorado. Le explicó a Ferrán Adriá, su ilustre invitado, que se trataba de uno de los postres chilenos más populares, de venta en carros callejeros. Apenas el maestro catalán lo hubo probado, Kallens se lo cambió por una copa de cristal con su versión ‘molecular' del mote con huesillo. Era una elegante copa de martini coronada con espuma amarilla que bañaba un sirope o algo similar.
Adriá, considerado el chef que revolucionó la cocina con su teoría molecular y santificado por la prensa mundial como el dios de los fogones, reconoció de inmediato el truco que Kallens le había preparado. Se quedó con el segundo.
Kallens, chef del hotel NH de la calle Condell, había participado en un stage de Adriá en México el año anterior y las ideas de la cocina molecular bullían en su cabeza. En esa misma carta, ofrecía pastel de choclo y caldillo de congrio deconstruidos, a la manera molecular. Él asegura que se trata de un viaje por los sentidos. A partir de un plato conocido y que el comensal tiene grabado en su memoria lo deconstruye molécula por molécula, hasta mutar su esencia en otras formas, colores y texturas: "La gracia es que no lo reconozcas y que te haga viajar", explica.
Es una muestra de la tendencia sofisticada y elegante que tiene adeptos entre los nuevos chefs chilenos y que hace furor en la vanguardia. Pero no es la única, porque la suerte de renacimiento que vive la gastronomía chilena tiene protagonistas de todas las tendencias, incluidos los renovadores de la clásica y vilipendiada cocina tradicional como Guillermo Rodríguez, chef del restaurante Bristol en el Hotel San Francisco. Y también los llamados mediáticos, esos tipos que se han convertido en gurú de los matinales televisivos y protagonistas de la farándula gastronómica, aunque los críticos duden de su verdadero talento en la cocina. "Son polillas que se queman en la tele y no son capaces de mantener un restaurante abierto", dice uno de sus colegas.
Es una parte de la modernidad chilensis donde se mezclan la vieja gastronomía, el diseño, el negocio, el lujo y la pretensión de entrar en el mundo del arte con la nueva cultura del buen comer, que a veces sólo es copia descarada de los maestros de Barcelona, Nueva York o Londres,
En Santiago, los restaurantes están llenos como nunca antes y hay una masa creciente de comensales siguiendo las novedades, ávida de formar parte de la nueva cultura. Asistir a los nuevos comederos forma parte del rito urbano posmoderno.
Moléculas y Tradición
La cocina molecular, que es la moda post cocina fusión, también tiene detractores acérrimos que la llaman ‘destrucción', así como antes llamaban ‘confusión' a la moda de la cocina fusión. La consideran pretenciosa y perfecta para cocineros chiflados, sin verdadero oficio, creadores de mezclas absurdas, tipos excéntricos capaces de mezclar merquén con arándanos y caviar de frambuesas pero incapaces de hacer una empanada de pino.
Pero la movida gastronómica está llena de aventuras propuestas por cocineros creativos buscando su identidad y también por un renacimiento de la cocina chilena, con algunos ejemplos notables, que han redimensionando su mala fama. El maestro es Guillermo Rodríguez, que está satisfecho de "que haya bulla alrededor de los cocineros", pero no quiere que su trabajo de valoración de la cocina chilena entre en ésa ni en ninguna otra moda: "Nosotros trabajamos para llegar al bicentenario con una buena identidad gastronómica chilena", dice mientras prepara su viaje al palacio de Cerro Castillo para servir el almuerzo ante los ministros que preparan la Cumbre de las Américas de noviembre. Y a quienes presentará salmón ahumado sobre pebre de quinoa y cebiche de salmón; pulpa de cordero asada con charquicán y el omnipresente mote con huesillos (en sus manos un delicado brebaje servido a la manera tradicional).
Hijos del Merquén
Hace unos años ocurrió la invasión del merquén, que estaba en todos los platos como si fuera un talismán que dotaba cualquier pócima de modernidad. Ahora la varita mágica la trae la quinoa, el cereal favorito de los incas que recupera su prestigio en las manos de los experimentadores que la llevan a platos sofisticados en múltiples formas. Tres ejemplos: Kallens ofrece risotto de quinoa, Rodríguez pebre de quinoa, y en el Adra, el lujoso restaurante del Hotel Ritz, Tomás Olivera va más lejos y presenta en su nueva carta un risotto triple con quinoa, amaranto -un grano pariente de la quinoa- y mote. Otra vez mote.
"Los chefs hemos tenido exposición mediática pero la profesión requiere talento, experiencia, es de largo aliento. El cocinero que queremos para Chile es uno que investigue y que no sólo esté embelesado por esos movimientos mundiales", reflexiona Rodríguez en un tono que recuerda al ex presidente Ricardo Lagos. Por su encargo preparó la cena de gala de la cumbre de la APEC en 2004 en la Estación Mapocho, aquella histórica noche de los forcejeos con la guardia de Bush. "Tenemos que hacer comida exquisita, bonita y sana, sin llenar de frituras y respetar los sabores". Es su interpretación de la ‘nueva chilenidad'.
Agáchense, que Llegó Palomo
En Bilbao con avenida Italia está el Sukalde, una de las paradas obligatorias de la peregrinación a los nuevos príncipes gastronómicos. Y uno de los símbolos de la movida. Es la casa de Matías Palomo (29 años), que en dos años ha conseguido generar devoción sobre su sencillo comedero donde se mezclan la cocina molecular con experimentaciones insospechadas, como sus celebrados camarones con guacamole a la menta con vinagreta de sandía y aire de limón.
En camiseta, zapatillas y jeans gastados, Palomo, que nació en México por historias de exilio y estudió también en Inacap, cuenta como se encontró un día aprendiendo con Juan María Arzak, el más prestigioso renovador de la cocina vasca, en San Sebastián. Después saltó a Manhattan, a los fogones de Daniel Boulou, uno de los grandes de la Gran Manzana, y allí conoció a Ferrán Adriá, el profeta al que conducen muchos caminos de la cocina contemporánea y su siguiente estación de aprendizaje. Palomo se curtió en el Bulli, santificado como el mejor restaurante del mundo, antes de emprender su aventura santiaguina yendo por libre con una platita que pidió prestada su madre.
En dos años ha dado razón al crítico César Fredes, que lo recibió recién inaugurado con una premonición a los "insensatos y fomes" que reinaban: agáchense que viene Matías Palomo. "¿Comida chilena? Hay poca cosa: el charquicán, el tomaticán, el milcao y tres o cuatro cosas más son chilenas, nada más. Sí tenemos muy buenos productos y si investigas un poco puedes crear platos interesantes, que sorprendan". Palomo también trabaja con el topinambur, un tubérculo chilote cuyo sabor evoca el de la alcachofa, que se usaba como forraje para cerdos y que puso en escena Giancarlo Mazarelli, ahora dirigiendo Puerto Fuy y Ox, dos de los restaurantes sensación en Nueva Costanera, y según muchos el mejor chef de Santiago.
Palomo conoció el topinambur en Nueva York y lo vio con frecuencia en Europa, "y resulta que es originario de Chiloé, y nadie lo sabía porque aquí no hay investigación, así que los cocineros tenemos que mostrar estos productos y enseñar a comerlos porque son espectaculares y además son nuestros".
Si la cocina de Palomo es sofisticada y hay que reservar con varios días de anticipación para conseguir una de sus deseadas mesas, él es un tipo sencillo que invita a experimentar: "Si te vas a Viña y te paras en la carretera a recoger unas ramas de hinojo y las pones dobladas dentro de un pescado en el horno, descubres que se puede crear con buenos productos. Aunque muchos productos se van fuera del país, sigue siendo mucho mejor una manzana de tercera comprada en la Vega que una de lujo exportada a Nueva York que madura en el barco y no sabe a nada".
"Con los maravillosos productos que hay en Chile, se está levantando una nueva cultura", dice uno de los chefs, abundando en la misma idea. Guillermo Rodríguez dedica sus esfuerzos divulgadores al Comité Agro-Gastronómico, lanzado en La Moneda por la presidenta Bachelet hace un año para "vincular a los productores agrícolas y chefs buscando una identidad coherente para la gastronomía nacional". Pero en la movida gastronómica urbana no hay grandes seguidores de Rodríguez, excepto Jorge Caro (52 años) que ejerce de guardián de la tradición chilena en el restaurante Vichuquén del Hotel Galerías, en San Antonio 65. Caro, que con humor campechano llama "destructores" a los profetas moleculares, ha conseguido que los gerentes de su cadena apuesten por la tradición porque la caja suena abundante y el Vichuquén es imprescindible para gustar su comida tradicional.
Arte y Confusión
Difuminados los límites de las identidades nacionales en la globalización, sea rigurosamente chilena o no, la gastronomía vive un momento dulce reuniendo valores de la posmodernidad. Estamos en "una sociedad con mucha plata circulando, de muchos solteros treintañeros con sueldos millonarios que descubren que en Santiago pueden empezar a sentirse como en Buenos Aires o Nueva York", dice el gerente de una cadena que tiene uno de los restaurantes reputados, que recuerda la época de los pescados pasados a fritanga y bañados en bechamel como en la prehistoria del asunto. En esta olla que se cuece a todas velocidades hay críticos que advierten que no es oro todo lo que reluce: "El estado actual es de gran confusión. Cualquiera es chef , cualquiera es crítico. La confusión y desconocimiento se expresa en la cantidad de gente que hace risotto de haba, quinoa o choclo y no de arroz, que es la única manera de hacer risotto. O hacen cebiche de palta o mango y no de pescado", argumenta el periodista gastronómico César Fredes.
Pero el público llena restaurantes caros, innovadores y modernos como los de la nueva milla de oro en Nueva Costanera: Puerto Fuy, Ox y Tierra Noble, la apuesta de Pamela Somerville (29), hija de Hernán, el banquero, que asociada con el chef Juan Pablo Valdivia (26), un ex compañero de la escuela Culinary de La Dehesa. Pamela tiene un fogón lujoso con la pretensión "de crear una marca que siga creciendo. No nos interesa la cocina de autor", dice Valdivia, "sino una marca que proyectamos llevar a Buenos Aires, Sao Paulo, Miami, Londres, Nueva York y París. Éste es muy buen negocio y tenemos un equipo profesional muy experto", explica en la barra del Tierra Noble, que lleva menos de tres meses abierto.
Su vecino Mazarelli, que sí es venerado por autor, "un crack", según uno de sus colegas, también trabaja sobre la comida tradicional pero "con toques modernos aunque no hago cocina molecular ni deconstrucciones, para mí lo primero es el sabor, después vienen las texturas y los efectos". Sus mesas están tan solicitadas que es necesario reservar con una semana porque la afición está embelesada con los nuevos chefs, una nueva realeza de la modernidad santiaguina.
16 de septiembre de 2007
©la nación
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