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Placeres Chilenos


Ruperto de Nola reedita su clásico libro sobre la cocina chilena tradicional.
[Ximena Urrejola] El abogado, filósofo y cronista culinario Augusto Merino (Ruperto de Nola) dice cosas como: "Nunca estamos conformes con ser los chilenitos, patojitos y morenitos que somos", o "Andamos buscando modelos extranjeros con los cuales identificarnos". Él se responde: "¡Qué ridiculez más grande!". Por eso, con la reedición de su libro ‘Cocina chilena: tradicional, fina y fácil’ pretende revalorizar recetas que por siúticos encontramos "picantes".
La casa de Augusto Merino (o Ruperto de Nola) en Zapallar está lejos del mar. Casi arriba de un cerro. Ni siquiera ve de lejos el océano: frente a su jardín hay un par de grandes eucaliptus que no ha querido cortar. "Yo quería de esta manera –dice, casi en un susurro, pero al mismo tiempo sonriendo. Y añade, como contanto un secreto: "Me ofrecieron una casa en la orilla, pero el mar me intranquiliza, al revés de la gente que se siente arrullada por el sonido de las olas. A mí me da susto. Los maremotos, pueh... que se llevan a las guaguas flotando mar adentro".
Dice que tendría que ser un acabo de mundo para que una ola llegara hasta su casa. "Aquí estoy tranquilo. Por último arranco para arriba, para el cerro. Además, Zapallar siempre está nublado, lo que me gusta mucho. Soy de nublado. Nunca me baño en el mar, me carga la arena. El agua en la tina y en el té, nunca en la copa. Me baño todos los días, pero en la tina".
En esta tranquilidad nublada y lejos de las olas, hace diez años vio la luz el libro ‘Cocina chilena: tradicional, fina y fácil’, que Augusto Merino escribió y que, además, cocinó junto a su mujer, María Angélica González Huneeus, la "Ruperta". Aquí, hace 14 años se construyó su casa a su pinta, con la cocina –llena de cachivaches, ollas, cajas de té, aliños y un cuantuay– incorporada al living, "para no perderse la conversación". Fueron ocho meses de investigación, de recopilación de recetas y de cocinar, día tras día, una y otra vez las preparaciones tradicionales que aparecen en el libro. Incluso algunas las tuvieron que hacer hasta cinco veces, añadiendo, restando, sumando y arreglando cantidades e ingredientes hasta que quedaran perfectas. "Algunas salían malas, pero no como para botarlas, así que las comíamos. Engordamos varios kilos los dos. Fue muy entretenido hacer este libro. Gocé haciéndolo".
¿Y por qué reeditarlo después de tanto tiempo? "La anterior edición era mucho menos atractiva que ésta", dice, y cuenta que a esta nueva publicación se sumaron ilustraciones de su mujer, María Angélica, diseñadora de la Universidad de Chile y compañera de condumios desde el momento en que se casaron.
"La primera edición se agotó hace mucho tiempo. Yo tenía ganas de sacarlo de nuevo porque es un libro interesante en el sentido de que rescata platos que se comían en la casa de nuestros padres y abuelos. Yo comía mote en leche, por ejemplo, ¡una maravilla! Pero en los años ’60 se produjo un corte en la memoria culinaria chilena porque comenzaron a desaparecer las empleadas que venían del campo. Además, con lo que se llamó la jornada extendida de trabajo las mujeres dejaron de ir a almorzar a sus casas y se pasan todo el día en la oficina. El punto es que los que vivimos en esa época nos acordamos de esos platos y los echamos de menos, porque es comida de casa pero fina, bien hecha, sencilla, patriarcal, rica". Recolectó recetas en su familia y en la de su mujer, en antiguos recetarios y revistas y diarios de entre los años 1910 y 1950, más una que otra del siglo XIX.

Recuperar la Memoria
Es martes, dos días antes del comienzo de 2009, y a la una de la tarde el sol brilla en Zapallar. Augusto Merino está con su mujer, la Ruperta; Sofía Covarrubias, una amiga de la familia; una hija, un yerno y un nieto. Estuvieron toda la mañana cocinando y el resultado está a la vista. Augusto agasaja a sus invitados con un roast beaf con crema de atún (Vitello tonnato), una pasta fría con tomate, pepinos y hierbas varias; un pan esponjoso y contundente hecho por la Ruperta esa misma mañana; un Pinot Noir de Viña Leyda a la temperatura justa y, de postre, un clafoutis de damascos. "Nos juntamos a hablar de cocina chilena y te estoy dando dos platos italianos y un postre francés", dice riéndose fuerte y achinando los ojos detrás de sus anteojos.
Ya en la mesa, Augusto Merino, convertido en Ruperto de Nola, goza y se relame con las viandas varias.
¿Cuánto tiempo del día piensa en comida?, le pregunto. Se ríe con la ocurrencia y confiesa: "Harto tiempo... Siempre estamos pensando qué vamos a comer de rico. Sobre todo aquí. Pero durante el año no es tanto. Lo que pasa es que Ruperto piensa en comida, pero Augusto Merino, no. Augusto Merino piensa en filosofía, en sociología, que son entretenidas también". Porque además de ser un reconocido cronista culinario también es abogado y sociólogo, y hasta junio de este año se desempeñará como director del Magíster de Humanidades en la Universidad Adolfo Ibáñez, fecha para la cual ya tendrá decidido qué otra oferta tomar de las distintas universidades que lo han contactado para engrosar sus filas.
Por eso es que en él se aglutinan intereses y obsesiones que pueden parecer lejanas, pero que se entrecruzan, como son la historia y la memoria de Chile, su comida y su cultura. Mientras parte el pan de la Ruperta y lo unta con mantequilla con ciboulette, dice que Chile es un país que odia su pasado. "Siempre estamos tratando de ser o franceses o ingleses o yanquis y ahora tailandeses respecto de la comida. Y no somos ninguna de esas cuestiones. Somos mestizos de español con picunche, y si hay alguna influencia francesa bienvenida sea, porque la comida francesa es estupenda. ¿Has oído eso de que somos los ingleses de Sudamérica? ¿Y que somos los más europeos del continente? Nunca estamos conformes con ser los chilenitos, patojitos y morenitos que somos. Andamos buscando modelos extranjeros con los cuales identificarnos. Y no nos gusta que nos digan que somos indios igual que los bolivianos o los peruanos. Lo que es absurdo, ¿te fijas? Desde la familia más empingorotada chilena hasta la más pilila, todos, todos, todos tenemos gotas de sangre indígena. Eso es así. Calcula tú que durante la Colonia el dicho era: El que no es Lisperguer es mulato. Porque no había nada peor que ser mulato. Y los Lisperguer, ¿quiénes eran? Eran nietos de la cacica de Talagante. O sea, tenían sangre picunche. Y, sin embargo, era la familia más soberbia de la Colonia. Hay por ahí una abuela indígena y se tapa. Nooo, de dónde. En cambio, se hace gala de una abuela francesa".
La idea entonces, de Augusto, es revalorizar esta cocina chilena que está medio abandonada, porque muchos encuentran que el ají verde, el charqui o el charquicán son una picantería. "La cocina es la puerta de entrada a la cultura. Y por cultura quiero decir no sólo las Bellas Artes, sino que también la forma en que entiendes la vida. A través de la cocina empiezan a aparecer las familias grandes con todos sus valores, con su rica vida humana, que se produce entre los montones de primos y tíos y abuelos. Recuperas la cocina y empiezas a recuperar todo eso también".
Augusto cuenta una anécdota: "Don Eugenio Pereira Salas cuenta que un día el almirante Blanco Encalada, muy empingorotado y gran personaje aquí y en Francia, llegó a almorzar a la casa de doña Adriana Montt. ¿Y qué estaban comiendo? Guatitas de cordero, porotos con su huevo frito y su guapo aceite de oliva, chuletas, tortilla de ortigas. O sea, cosas que hoy día son lo último: ¿quién daría de comer algo así a sus invitados? Pero el almirante quedó encantado. O ¡las pantrucas! Una maravilla, una comida chilena pero antiquísima. Y en Italia tienen su contraparte en lo que se llama pasta in brodo: capeletti en caldo o ravioli en caldo. O sea, pantrucas. Pero aquí nos avergonzamos: ¿Qué van a decir de nosotros? Éste es un libro que va en la línea contraria".
Y contrario también a lo que pudiera pensarse, dice que no son recetas complicadas que requieran excesivo tiempo de preparación. "Es una cocina, como te digo, de campo. En el campo, mientras los peones comían porotos, en la mesa del patrón también se comían porotos. Había mucha más llaneza, y una comunicación mucho más fácil entre las clases sociales. No sólo por la comida, pero sí también por ella. La cocina es un lenguaje no verbal, a través de la cual comunicas cosas que muchas veces no puedes decir con palabras. Como el amor: hay cosas que no puedes decirle a la persona que quieres, pero le puedes dar un beso. Es un gesto. Y la gracia es que uno siempre cocina para alguien: para la Luchita, para el Pepito. En cambio ahora, el sushi, por ejemplo, está hecho para multitudes sin nombre. Y para comer solo también. Y no hay nada más triste en la vida que comer solo".

Tiempos Flacos y Gordos
Generalmente Ruperto y la Ruperta cocinan juntos. A él le quedan bien las carnes, dice que hace un Boeuf Bourguignon muy rico, y las masas, los panes y las pizzas las prepara ella. Sofía, la amiga que está de visita, dice que es un placer verlos cocinar juntos, que lo hacen como "orquestados".
Mientras el sol entibia la terraza de la casa de Augusto Merino y una lagartija verde con azul se pasea entre la mesa y las sillas, María Angélica González hojea también el libro, orgullosa de sus ilustraciones. "Estas viejas tomando té las hice yo. Pero para mí el mejor es el dibujo de las gallinas; francamente estoy chocha. Salieron de lo más urgidas, que era lo que yo quería. Este también es mío: los porotos con longaniza".
El gusto por las ollas y sartenes lo fueron adquiriendo entre los dos. Ella tuvo que aprender a cocinar cuando se casó, porque en su casa no se cocinaba para menos de diez personas. ’Después, cuando nos fuimos becados a Inglaterra, me tocó cocinar más. Pero Augusto se tuvo que lanzar a cocinar porque yo trabajaba full time haciendo vitrinas para una tienda de lo más elegantosa; así que llegaba a la casa con ánimo de hacer, con suerte, un huevo frito. Si no quería comer huevo frito, tenía que cocinar".
De ahí a relamerse los bigotes preparando condumios chilenos y extranjeros no pasó demasiado tiempo, lo que implicó, además, que comenzara a escribir sus crónicas, primero en el diario La Época y hoy en la revista Domingo, de ’El Mercurio’, entre otros medios que se solazan con sus crónicas originales, sabiondas, divertidas y llenas de datos históricos y anécdotas sabrosas. "Más sabe el diablo por viejo que por diablo", dice. "De puro viejo que sé tantas tonteras. Mira: el mundo se divide en dos clases de personas: las que se les ocurren cosas y las que no. A mí se me ocurren algunas", dice riendo.
Después de tanta cosa, cabe una duda: ¿Se controlan el peso entre ellos? "Más o menos", dice Augusto. Y después agrega: "No. Me importa un poco no más". Sí dice que no va a todos los restaurantes que lo invitan porque estaría convertido en una "albóndiga humana" y cuenta que en un momento de su vida llegó a pesar 54 kilos: "La mitad de lo que soy ahora. Se me notaba cada uno de los huesos del esqueleto. ¡Qué asco más grande, por Dios!". Y la Ruperta: "Éramos flaquitos, unas bellezas".
¿Y cómo le gustan las mujeres a Ruperto/Augusto? "Mira para allá –dice y señala a su mujer con la cabeza. "Me gustan como la Ruperta". Y ella afirma: "Yo fui la más flaca de todas las mujeres que le gustaron antes de casarnos. Le gustaban puras gordas".
Para el final, el broche: Un stollen delicioso (postre alemán con cierto parecido al Pan de Pascua), unos alfajorcitos rellenos con manjar bañados en chocolate, y un café expreso humeante y tiritón. "Ummm, qué maravilla", dice Augusto, y se lleva, por enésima vez durante el almuerzo, la mano a la cara y se la tapa. Como rezando: ¡Qué cosa más buena, Dios mío santo!

13 de enero de 2009
©el mercurio
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